Me levanto muy temprano (para variar), pero descansado y con fuerza. Comienzo a caminar y parece que mis pies chillan mucho menos. La oscuridad me lleva hasta Grañón y, justo después de rellenar mi cantimplora, se me aparecen Santiago y el cable…
Aparece Santiago encarnado en un italiano de 18 años: Filippo, que camina y habla con paso ligero. De primeras, me propongo ir un rato a su ritmo, el ritmo con el que empecé en Saint Jean, el ritmo al que suelo caminar y que ahora me parece ciencia ficción. Filippo comenzó el Camino un día después que yo, y su presencia llena de aire fresco mi cabeza: puedo caminar rápido (6 km/h) sin que mis pies me duelan… ¿Cómo puede ser que ayer llegara a Santo Domingo arrastrándome y pidiendo clemencia, y ahora me sienta capaz de todo?
Seguimos caminando y charlando durante dos horas. Y cambia mi cabeza y cambia todo: ya no arrastro los pies; lo que antes era dolor, ahora es simple molestia; lo que antes era pesadumbre ante un objetivo que se iba alejando, ahora es motivación y alegría ante el reto que se me presenta. Cambié mis gafas y cambió mi realidad.
Paso por los Montes de Oca esperando ver aparecer a Fendetestas en cualquier momento. Y finalmente (50 km después), llego a Agés, un pueblo con mucho encanto, con un toque hippy muy agradable. Allí me encuentro (¿cómo no?) con Filippo, mi alter-ego italiano. También con aquel tendero de alma y uñas negras, y con Manolo Rodríguez, el escritor que escondía un secreto en un árbol, y con Juan el Extremeño, ese personaje de piel tostada y sonrisa fácil, que recorre el Camino de Saint Jean a Santiago, para luego volver de Santiago a Saint Jean. Así, una y otra vez (ésta era su vigésimo quinta). ¿Por qué, Juan? Porque si no lo hiciera, estaría en cualquier parque, emborrachándome un día tras otro; y no quiero eso…
Y es que saber lo que no queremos, ya es mucho saber.