Mis relaciones de pareja pueden convertirse en un par de zapatos que, a poco que me rocen o no me vayan con el bolso, tiro a la basura para comprarme otros nuevos poco después.
Y esto lo puedo hacer una y otra vez: puedo mandar todo al carajo al primer desencuentro; puedo ir de pareja en pareja, marcando muescas en la culata de mi revólver; puedo seguir, en definitiva, en el mismo sitio.
Pero cuando hay un hijo en común, la cosa cambia… Ya no puede haber un ahí te quedas o un no quiero volver a saber de ti. Estos zapatos no los puedo tirar; voy a caminar con ellos unos cuantos años, y seguro que me molestarán y se me llenarán de chinas. Da igual, me los voy a poner sí o sí, no voy a poder huir en cuanto la cosa pinte medio fea. Y, a poco que lo aproveche, todo esto va a revertir en mi vida de forma importante: voy a crecer.
La vida me presenta un panorama lleno de matices y posibilidades: un hijo, una ex y la imposibilidad de dar otro portazo sin perder lo que más quiero. Mi ángel y mi demonio juntos: alguien por quien daría la vida sin dudarlo y alguien al que, posiblemente, odie con toda mi alma en ese momento… ¿Quién ganará? ¿Qué platillo pesará más?
Agradezcamos a nuestras ex y a la vida esta oportunidad única de crecer, de ser honestos, de aprender a convivir con tantas y tan distintas emociones, de conocernos y expresarnos; en definitiva, de hacernos Hombres.